En una casa que ya no respira, Lucía, de veintisiete años, regresa no para quedarse, sino para despedirse. Con manos que aún recuerdan lo que su corazón no ha logrado soltar, prepara un café tal como lo hacía junto a su abuela. El agua hierve, la luz entra por la ventana precisa, los objetos guardan silencio, como en acto de reverencia. No hay palabras. Solo el eco de una ausencia que, paradójicamente, llena cada rincón. En ese gesto cotidiano descubre que ni la tecnología más avanzada puede reemplazar lo que el duelo verdaderamente pide: soltar con las manos vacías, pero con el corazón lleno de recuerdos.
Jueves 23 de octubre

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